La Argentina pierde la batalla contra la corrupción

Marcelo Bermolén (*)

La Argentina viene perdiendo, desde hace tiempo, su endeble batalla contra la corrupción. Lo confirman los escándalos históricos sin resolver -pasados y recientes- de nuestro país, y lo ilustran los datos aportados recientemente por el Índice de Percepción de la Corrupción (IPC) 2023, que elabora año a año la ONG Transparencia Internacional, ranking en el que el país acentúa su caída.

La corrupción en Argentina se ha convertido en un espectáculo que naturalizamos y que por tanto cada vez impresiona menos: los bolsos de López, el yate de Insaurralde o las tarjetas de Chocolate Rigau, por sólo mencionar algunos procesos, se sepultan en la urgencia anestesiante de cada ciudadano de resolver su propia supervivencia. Los argentinos vivenciamos tal desfile de casos como un show. Y sin darnos cuenta, cuando nos habituamos a la corrupción, inconscientemente la aceptamos. No hay corrupción sin intervención del mundo económico privado, y sus principales aliadas son la impunidad y la anomia social.

Si analizamos la última edición del Índice de Percepción de la Corrupción, Argentina se hunde en el fracaso de la lucha anticorrupción y culmina el 2023 con otro aplazo, retrocediendo un punto más en su score (37/100) respecto del 2022, a la vez que retrocede 4 lugares en el ranking global de Transparencia Internacional (TI) pasando del puesto 94° al 98° entre los 180 países analizados, compartiendo puntaje con Albania, Bielorrusia, Etiopía, Gambia y Zambia.

El rol de la Oficina Anticorrupción y perspectivas para la gestión actual

La Argentina sigue sin contar con una política pública anticorrupción eficaz y eficiente, dando evidencia de ello el desdibujado rol de la Oficina Anticorrupción (OA), que en la práctica sigue sin dar señales de independencia, neutralidad y continuidad jurídica, constituyéndose en querellante -o dejando de hacerlo- en las causas judiciales más emblemáticas en la materia, según el color político de turno y las órdenes emanadas del poder ejecutivo.

Es una institución dependiente del poder al que paradójicamente debería controlar, limitándose en la práctica a funcionar como una oficina de recomendaciones, muchas de las cuales -incluso- llegan a destiempo. Vale recordar -por ejemplo- que en la gestión de Mauricio Macri, Laura Alonso al frente de la OA decidió no investigar a los funcionarios de ese gobierno involucrados en denuncias por hechos de corrupción; o que Félix Crous, titular de esa “dependencia” durante la gestión saliente del Frente de Todos, retiró a la institución de todos los procesos judiciales en los que promovía la investigación de casos en perjuicio del Estado, la mayoría de ellos centrados en ex funcionarios kirchneristas.

La responsabilidad de ese fracaso no es exclusiva del Poder Ejecutivo, que por ejemplo en el caso de Alberto Fernández evitó enviar al Congreso el proyecto de ley de integridad pública elaborado durante 2021 por la mencionada OA. Tampoco el Parlamento tuvo vocación de discutir en sus comisiones -ni impulsar un dictamen- pese a existir múltiples proyectos al respecto, la sanción de una nueva ley de ética pública que reemplace a la vetusta e incompleta ley vigente que ya cumple un cuarto de siglo. Ni decir que, con sus idas y vueltas, su morosidad, y su evidente actitud pendular, el Poder Judicial no ha avanzado de modo satisfactorio con condenas ejemplares a exfuncionarios que disuadan las tentaciones de caer en comportamientos corruptos de aquellos que detentan el poder.

Las tendencias para el gobierno de Javier Milei imponen duras advertencias ante el creciente número de funcionarios que podrían estar violando con su designación -y su actuación- la ley 25.188 de ética pública. Algunos de ellos con causas judiciales pendientes, o procedencia directa desde el sector privado a desempeñar funciones dentro del Estado como titulares de empresas contratantes en las mismas áreas, o integrando organismos de control o regulación.

La pluralidad de los posibles conflictos de intereses (reales, potenciales o aparentes) impone la necesidad de contar con una Oficina Anticorrupción autónoma y equidistante del poder, que actúe e investigue de oficio -y no sólo frente a las denuncias- y que emita dictámenes urgentes para evitar el peligro de negociados en el poder.  La intención del actual Ministro de Justicia de eliminar las potestades para querellar a la Oficina Anticorrupción propuestas inicialmente en la ley ómnibus es un grave llamado de atención, más allá de habérselas restablecido a pedido de la oposición en el dictamen consensuado para el tratamiento legislativo de la denominada “Ley de Bases y Puntos de Partida para la Libertad de los Argentinos”.

(*) El autor es director del Observatorio de la Calidad Institucional de la Escuela de Gobierno de la Universidad Austral. Publicado en elDiarioAr.

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