Luis María Serroels

Malos son los tiempos en que no se puede opinar libremente ni publicar lo que a los poderosos les incomoda, sobre todo porque se les dice la verdad. Precisamente cuando los pactos internacionales a los que adhiere nuestro país y que tienen rango constitucional desde la reforma de 1994 sientan posición firme e inquebrantable en defensa de la libertad de expresión, surgen episodios que echan por tierra esos básicos preceptos y llaman a una seria reflexión.

Ya hemos dicho que nadie pretende que el periodista se convierta en una suerte de James Bond con licencia para matar honras ajenas. No existen delitos de prensa sino delitos que se cometen a través de la prensa, y para ello están los jueces.

Lo ocurrido en la mañana del viernes 25 en la Avenida Costanera de Paraná, cuando el entonces jefe de Policía de Entre Ríos (ahora reemplazado), comisario general Ernesto Geuna, agredió y amenazó al editor de este semanario, Daniel René Enz, calza justo en el talle que mejor le queda a la intolerancia, mucho más grave aún por tratarse de quien supuestamente debe ser el garante de la seguridad pública en nombre del Estado.

Después de semejante acto de intemperancia, mucho es lo que se puede decir, al margen de las numerosas expresiones de condena que han partido desde diversos sectores, incluyendo los más altos niveles del poder político.

¿Qué podríamos citar a la hora de retornar sobre la situación de la prensa, hoy amenazada por ciertas conductas repudiables? ¿Quién no sabe que manifestar la verdad siempre ha sido riesgoso?

¿Acaso los que intentamos un periodismo libre no mantenemos como presupuesto básico ese peligro latente, ante las reacciones absurdas de algunos mandamás incapaces de asumir que puede haber otros que piensan diferente? ¿Acaso eso nos debería amedrentar, a la hora de responder a los reclamos y exigencias de una sociedad que siente erizarse la piel cuando desde algún sitio se instalan usinas generadoras del mensaje único, a cambio del viejo y conocido “sobre por debajo de la mesa”?

Es cierto lo que usted, lector, estará pensando: hay de todo en la viña del Señor. Y por ende, bien vale ir encolumnando cuanto se da en esta bendita profesión, donde, como en cualquier otra, existen colores blancos y negros. Y también claroscuros...

Están los que vislumbraron esa vocación y detrás de ella se fueron embarcando, y también los que decidieron adoptarla tras fracaso y fracaso como variable compensatoria de otras vocaciones frustradas. Los que decidieron vivir y hasta morir por ella, y los que la tienen como un simple hobby. Los que indagan, investigan y se juegan para servir causas nobles, y los que disfrutan en ventilar los chusmeríos cotidianos. Los que no cobran por decir ni por callar, y los que se sirven del chantaje frente al poderoso y el débil según sus necesidades íntimas. Los que respetan el pudor ajeno, y los que incursionan en la vida privada del prójimo sin medir consecuencias. Los que piensan que no existe lo políticamente correcto, sino simplemente lo correcto, y los que coquetean con los gobernantes de turno en busca de favores. Los que hacen de su tarea un baluarte en el culto de la verdad, y los que ofrecen su opinión en una subasta al mejor postor. Los que procuran cuidar y defender el buen decir, y los que estrujan a mansalva el vocabulario. Los que aceptan recorrer por la mano derecha el difícil camino del compromiso con los auténticos valores, y los que utilizan atajos ventajeros en procura de logros y rentabilidades imposibles de obtener por otros medios. Los que cuando deciden expresarse saben poner límites éticos a su mensaje, y los que colocan el interés de los sponsors por encima de lectores, escuchas y televidentes. Los que no vacilan en solidarizarse cuando tambalea la libertad, y los que se hacen los desentendidos como si no se hubieran enterado de nada.

(Más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)