Jaime Gallivare

Por estos meses, ocupa sus horas en recuperar el mejor brillo de las luces tornasoladas que se cuelan por la cúpula de la Catedral de Paraná. Con paciencia y pericia medieval, cuece vidrios cromados, los pega con plomo y los devuelve a las alturas. Junto a un reducido grupo de artistas se encuentra realizando la delicadísima tarea de restaurar los vitrales del templo, que es -además- monumento nacional. Así, Ángel Sánchez muestra una de las múltiples facetas que confluyen en un mismo rasgo: el del apasionado custodio del patrimonio común. En su taller, la charla fluye como una excursión sin tiempo y tan ecléctica como su actividad misma. De vidrio y de plomo y del arte de unirnos en figuras perfectas, pero también de strudels, knishes y mburucuyáes habla esta entrevista. De lo que se perdió y de lo que queda por preservar en la capital entrerriana.

-Estás restaurando, junto con un equipo de profesionales, los vitrales de la Catedral de Paraná. Contanos cómo es esa experiencia.
-Fantástica. Lo que nosotros hacemos es un gran mantenimiento que se debe hacer periódicamente a todo lo que sea obras de arte, en un límite no superior a los 60 años para asegurar la preservación indefinida de la obra. Podríamos decir que los vitrales de la Catedral son una obra magnífica en lo cultural: con pinturas exquisitas, montadas hace 104 años y, seguramente, comenzadas a construir cuatro o cinco años antes de eso. Hay más de 180 metros cuadrados de vitrales y estamos restaurando 104 metros cuadrados. Hay una buena cantidad que están en buen estado, pero que requieren un mantenimiento que no se ha empezado por cuestiones presupuestarias. Probablemente, junto con las pinturas y las esculturas eclesiásticas, los vitrales son las obras más costosas de restaurar. Es necesario bajarlas, desamarlas, limpiarlas, reemplazar todo el plomo, porque el vitral es un rompecabezas de vidrio unido con plomo. Ese plomo envejece, y por eso es necesario hacer restauración. Hablamos de restauración cuando hay un daño. Y aquí estamos en presencia de daños por el tiempo, el smog, la humedad. Con los vitrales de la Catedral se esperó casi 104 años, el doble de tiempo ideal para la restauración.

-Habiendo pasado 104 años, ¿te encontrás con alguna técnica que se haya perdido en el tiempo, con algún material que hoy no se logre?
-La técnica, afinada ya, lleva 600 años. Los plomos y los vidrios se hacían de otra forma, y ahora está estandarizado. Antes los vidrios se hacían con la técnica de soplado y ahora hay otras diferentes. Pero si mirás, en este taller vas a ver una sola máquina: la pulidora de los cantos de vidrios, que hace una tarea que antes se hacía a mano, con una piedra.

-Pero la pintura debe haber evolucionado.
-Nada. Absolutamente nada. Nada. Aunque sí hay algo que ha cambiado: todos los vitrales se han pegado con masilla, y ahora hay materiales de lo que se te ocurra para eso. Hay siliconas ácidas, neutras, selladores, masillas plásticas, acrílicos. Pero ninguna ha sido probada más de 50 años. ¿Con qué vamos a poner vitrales, que a lo mejor van a estar esperando 100 años a que los vuelvan a restaurar? Con masilla, porque si ponemos siliconas, sabemos que sella mejor los ocho o 10 primeros años, pero no sabemos qué pasará después, y no podemos arriesgarnos (N. de la R.: en los vitrales, la masilla se vuelca disuelta con aguarrás para que llene los espacios vacíos e impermeabilice en la placa ya armada).

-¿Te asombra de algún modo especial estar en proximidad con la obra? ¿Hay algún detalle que se pierda a los ojos de quienes transitan por la Catedral?
-Sí y no. Cuando los tenés al lado se desmitifican, en parte, porque aparecen los pequeños efectos secundarios de los trabajos; se empiezan a notar varias manos en la intervención. Te das cuenta, por ejemplo, que la vestimenta, las caras o las manos de un vitral no están pintadas por la misma persona que pintó la de al lado. Desde ese punto de vista se desmitifica: te das cuenta de que no son perfectos.

-Alfredo Godoy Wilson me contó que cuando estaba refaccionando los frescos del Teatro 3 de Febrero encontró detalles, como correcciones que fue haciendo el artista. Por ejemplo, vio que había un ángel con tres brazos. A uno lo anuló el propio pintor tapándolo con el escudo municipal. ¿Te encontrás vos también con ese tipo de situaciones?
-Encontramos varias de esas situaciones. Cosas que cuando estás lejos no las ves. Pero la sensación de espacio que provoca semejante monumento, de ver la ciudad desde un punto alto, el silencio que hay en la altura, te da una perspectiva de la cosa distinta: como que ves la ciudad de otra forma. Es como que nos paramos en un cuadro en el que somos observadores externos de una ciudad, de un comportamiento social. Y también es impresionante ver el vitral de cerca, porque generalmente la gente lo ve desde 30 metros en diagonal. Cuando lo tenés a ocho metros de frente es magnífico.

-De cerca se ven los defectos. ¿Y qué es lo que se valora de cerca y se pierde a la distancia en un vitral de la Catedral?
-Las composiciones. Las composiciones de las figuras que uno las ve lindas de abajo, pero de cerca ves ciertas sombras... Y se ve que el pintor tenía el sol a un costado y esa figura que él vio se funde en la imagen, en un efecto que se advierte en detalle sólo cuando se está próximo a la obra. De cerca te das cuenta de que es enorme. Y algo importante: el que lo hizo nunca lo vio armado. Esas obras se pintaban de a porciones, después se ensamblaban y luego las embarcaban.

-Es asombroso. Los vitrales se hicieron en Toulouse, pasaron por Génova, fueron a Buenos Aires y luego remontaron el Paraná para llegar a Bajada Grande. Semejante trabajo delicado, por los caminos del Bajada Grande de entonces, después de una travesía por alta mar. ¿Te pusiste a pensar en eso? Es de otro tiempo.
-Sí, es de otro tiempo...

-Pero tuvieron que reproducir ese otro tiempo. Porque bajar todos los vitrales, traerlos hasta tu taller...
-Ahora que lo pienso mejor con tu pregunta, advierto: nosotros vimos los vitrales sucios y deteriorados. Después los vemos en pequeñas porciones, en su tamaño real, pero no vemos el todo. Y lo que nos va a enloquecer va a ser el efecto final de verlo en su lucidez, o en su máximo valor, cuando estén limpios y restaurados. Y en ese estado, verlos de al lado será magnífico. Hay que pensar que ni siquiera el artista que los hizo los pudo ver, porque no tenía una pantalla de luz de cinco metros de alto para poder presentar y poner todos los vidrios. Así que los hicieron de pedazos y no pudieron verlos armados; en cambio nosotros sí vamos a tener ese privilegio.

(Más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)