El irremediable camino de la justicia

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La historia del paranaense Jorge Exequiel Acosta, condenado por crímenes de lesa humanidad en Córdoba

Juan Cruz Varela

La semana pasada, el Tribunal Oral Federal 1 de Córdoba condenó al ex jefe del Tercer Cuerpo del Ejército, Luciano Benjamín Menéndez, y otros siete represores por el secuestro, tortura y muerte de cuatro jóvenes del Partido Revolucionario de los Trabajadores en 1977 y dispuso que cumplan las penas en una cárcel común, en un fallo histórico para la Justicia argentina. Uno de los militares condenados es Jorge Exequiel Acosta, que era entonces el dueño de la vida y la muerte en el mayor centro clandestino de detención que funcionó en el interior del país durante la dictadura. En esta nota, ANALISIS reconstruye lo peor de la historia de un hombre que se presentó al juicio con la misma apariencia que lucía en la dictadura.

Se fueron como habían llegado, en orden y sin esposas. El primero en salir fue Ricardo Lardone, un civil adscripto al Ejército; después los sunchos, como llamaban despectivamente a los suboficiales: Oreste Padován, Carlos Alberto Díaz, Carlos Alberto Vega y Luis Manzanelli; luego el capitán Jorge Exequiel Acosta, detrás suyo el coronel Hermes Rodríguez y cerrando fila el general Luciano Benjamín Menéndez. Debieron esperar hasta las 20.30 cuando un camión del Servicio Penitenciario los pasó a buscar para llevarlos a la cárcel de Bower, en las afueras de la ciudad de Córdoba. Las primeras horas en el penal no fueron fáciles. Los represores están aislados del resto de la población carcelaria, en celdas individuales de tres por tres metros, con una cama que también utilizan como silla, una pileta y un inodoro; aunque en el pabellón acondicionado especialmente y con lugar para 25 represores tienen un televisor y un horno microondas.

Jorge Exequiel Acosta nació 2 de diciembre de 1945 en Paraná. Era hijo de Clemente Jorge Acosta y de Carmen Aurora Franco, pero se jactaba más de ser pariente directo del sanguinario Ramón Camps, también paranaense, y tristemente célebre por su actuación como jefe de la Policía Bonaerense durante la dictadura. Por un grave accidente en un salto de paracaídas en 1979, fue dado de baja del Ejército con el grado de capitán, cuando sólo tenía 33 años, pero su foja de servicios es espeluznante.

Rulo o Sordo, como lo llamaban sus camaradas, hacía gala de haber asesinado a siete trabajadores durante las jornadas de la revuelta popular del Cordobazo, en mayo de 1969, siendo entonces un joven subteniente; unos años después, en 1974, participó de un operativo de búsqueda de guerrilleros del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) que había atacado al Batallón de Catamarca que terminó con el fusilamiento de 17 militantes; en 1976 llegó a ser jefe de la patota de operaciones especiales de La Perla y luego jefe de ese centro clandestino de detención que funcionó en la provincia de Córdoba; a fines de 1977 fue trasladado al Batallón 601 en Buenos Aires para realizar tareas de contrainteligencia en las Fuerzas Armadas. Tras ser dado de baja continuó ligado a la Central de Información y una vez garantizada su impunidad por la ley de obediencia debida, siguió relacionado con el Servicio de Inteligencia del Ejército durante los gobiernos democráticos.

El cabello largo y desprolijo, la barba cubriéndole el rostro y los lentes con los que se presentó ante el tribunal habían sido una puesta en escena que hizo revivir lo peor de un personaje siniestro. Hubo una época en que supo tener más pelo, es cierto. Entonces era más impune también. Eran tiempos en que decidía quién vivía y quién iba al “pozo”. Y eso tal vez quiso volver a ser. Como no pudo con un fusil, pretendió imponer otra vez esa misma apariencia que tanto terror infundió. A su llegada, los penitenciarios afeitaron y raparon a Acosta: “Le hicieron pelo y barba”, contó una fuente a este semanario. Esa noche comieron lo que se llama un “puchero chico”, que es una sopa de verduras con un poquito de carne. Recién al día siguiente pudieron recibir a sus familiares. Ya están siendo tratados como reos en una cárcel común, sin privilegios y sin impunidad. Y en los próximos días hasta serán destituidos y perderán sus grados militares.

La Perla fue el centro clandestino de detención más importante de Córdoba y de todo el interior del país. Ubicado sobre la ruta nacional 20 que lleva desde la capital provincial hacia Carlos Paz, fue incorporado a la red de campos de concentración a partir del 24 de marzo de 1976 y se estima que por allí pasaron más de 2.200 detenidos-desaparecidos hasta fines de 1979. Según el informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep), “desde La Perla se coordinó la actividad represiva ilegal en todo el territorio de la provincia. Desapariciones ocurridas a centenares de kilómetros fueron planificadas y ordenadas desde allí; también se manejaban las conexiones con los centros clandestinos del resto del país. Además de constituir un centro de privación ilegítima de la libertad y aplicación de tormentos, La Perla fue un campo donde se practicaron ejecuciones sumarias, dentro de una política de exterminio”.

Allí, Acosta era conocido como “un hombre de acción. No tenía un compromiso ideológico con la represión sino más bien era un fierrero, un tipo al que le gustaba ser el más rápido, el más letal y realizar operativos tipo comando”, contó Héctor Kunzmann, un militante montonero paranaense que estuvo detenido en La Perla entre el 9 de diciembre de 1976 y el 1º de noviembre de 1978 y que vio allí a Humberto Brandalisis, Hilda Flora Palacios, Carlos Lajas y Raúl Cardozo, las cuatro víctimas por las que se juzgó a los ocho represores.

Acosta era el líder del Grupo de Operaciones Especiales Sección Tercera del Destacamento de Inteligencia 141 General Iribarren, que operaba en el campo de concentración y exterminio La Perla. Tales “operaciones especiales” consistían en secuestros; torturas para hacer cadenas de caídas, alojamientos en la cuadra hasta ver si se podía obtener más información; y aniquilamiento de personas. En el grupo había una banda operativa y otra de interrogadores, que la mayoría de las veces se interrelacionaban respecto de sus integrantes, aunque en la práctica “todos los integrantes de la patota hacían todo”. Pero quien mandaba era Acosta.

(Más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)

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Por Liliana Herrero (*)  
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