Soledad Weimer
(especial para ANALISIS)
Son parte de una triste realidad carcelaria. Cumplen pena de prisión por diferentes delitos -muchas de ellas por varios años- y, a su vez, tienen que criar a sus hijos. Esos pequeños crecen, juegan y comienzan a caminar por la vida dentro de una unidad penitenciaria -como la UP6 de Paraná-, en medio del encierro, de negros barrotes, de las sombras de la pena, pero también mezclado con escenas de amor y solidaridad.
Una historia puede comenzar a contarse desde distintos lados, desde cualquiera de esos momentos que marcan un punto. Y esta empieza con una lágrima. Una lágrima que cae o se sostiene, según la mirada que la mire; que está allí, adueñándose de esa cara, cruelmente visible, como la hebra de un tejido, como un hilo descolorido desde el que puede descubrirse el sentido y descocerse. La historia de Luz no admite otro comienzo.
Ella ni me ha mirado. Está agachada de frente a la cama cambiándole el pañal a Lucas, en la habitación cuadrada y blanca, pequeña y atiborrada de recuerdos. Adornada con fotos de todos los tamaños como un altar al afuera, como una ventana hacia esos instantes memorables y las personas queridas, como un escape a la realidad punzante que la rodea y la encierra.
De repente voltea y la lágrima…
-Bueno, señora, explíqueme porque no entiendo nada.
Ella se concentra en Lucas, en sus balbuceos de dos meses, y le habla o se habla a sí misma, o tal vez habla para que la escuche y no crea que le es indiferente mi presencia. Recorro su mundo con los ojos y los pasos, pasos cortos por las dimensiones pequeñas y reveladoras de la pieza. Sus palabras me descolocaron ¿Señora?
-¿Cuántos años tenés?
-Veintiuno, ¿usted?
-Veinticuatro.
-¿Dónde quiere que hablemos?
-Donde estés más cómoda.
-Bueno, siéntese por acá.
Un espacio despejado sobre el extremo posterior de la cama, el contrario al que ocupa Lucas, bajo la ventana que da al patio y permite el ingreso del sol de la tarde, de frente a la puerta del dormitorio, de frente a todo lo suyo, de frente a ella y a su lágrima que esconde cuando me da el perfil izquierdo, cuando mira hacia el vacío para responder preguntas con frases cerradas, herméticas, hasta que se suelta, hasta que la lágrima se convierte en un espejo hacia el pasado, profundo, nebuloso, por momentos tan oscuro como la tinta que la delineó en su mejilla y más doloroso que las agujas que la calaron.
Lucas es su segunda oportunidad, ella lo ha dicho, y la razón de su alojamiento en el Pabellón de Madres. La primera fue Carola, una muñequita de ojos verdes y rulos como tirabuzones que nos sonríe desde las paredes y los portarretratos. Tiene 3 años y desde los nueve meses vive con la abuela materna. Ella nunca estuvo presa. Su hermanito nació en la cárcel, no conoce otra rutina que la de la Unidad Penal Número 6 y sus paseos consisten en viajar a Concepción del Uruguay a causa del acercamiento familiar al que tiene derecho su madre. Porque Luz es de aquella ciudad del este entrerriano y fue allí donde trazó su destino equívoco.
-Por robo calificado -dice en un tono tan bajo que me obliga a la pregunta obvia:
-¿Te arrepentiste?
Su respuesta es “no”, lisa y llanamente, casi con desprecio, “aunque no lo vuelvo a hacer”. Pero entonces nace en ella la necesidad de explicar, de contar, de liberarme el paso hacia las razones de su cuerpo mutilado, hacia los motivos de su encierro. Y la historia desde su relato devela otro comienzo, el de ella, el del humo ardiente, el del día que prendió fuego el calabozo.
-Mire mis manos.
Había sido inevitable verlas con anterioridad, aunque sin su consentimiento, sin la atención ahora permitida. Y así permanece, con las manos extendidas hacia mí, examinándolas una con otra, retorciéndolas, exponiendo sus quemaduras, sus cicatrices, demostrando la tensión de sus dedos diestros contraídos hacia el centro de la palma.
(Más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)
