Antonio Tardelli
La meditada sencillez con que la Presidenta se presentó en la hora triunfal contrasta con la reiterada soberbia que los orgánicos de la prensa oficial volvieron a exhibir al momento del triunfo, descalificando, de campaña aún, a todo lo que sea cuestionador. Los más enfervorizados no son, curiosamente, los peronistas sino sus aliados por izquierda, que ven en la performance electoral del gobierno, sustentada básicamente en el histórico desempeño del gobernador Daniel Scioli y los barones del conurbano bonaerense, el ondear de banderas proletarias. Igual que el ex ucedeísta Amado Boudou debieron, balbuceantes, cantar el domingo La Marcha Peronista que por fin los acerca al pueblo. Una Presidenta exultante, con motivos, completó el cuadro con la exhibición de su hija en el atril victorioso. Durante la campaña el sentimentalismo fue un acompañante permanente de la primera mandataria, que tal vez pudo sellar allí con sus seguidores un vínculo emotivo que, por singular, escapa de la lógica tradicional del peronismo. La candidata a vicepresidenta por el Frente Amplio Progresista, Norma Morandini, lúcida en campaña y en las evaluaciones posteriores, definió con agudeza y precisión el matiz antirrepublicano que conlleva la exhibición del dolor personal. La Presidenta lo blandió sin recato.
Es evidente que el detalle no incomoda al pueblo. Acaso, por el contrario, lo cautive. O esa eventual molestia es minimizada en comparación –puede emplearse aquí la misma lógica puesta en juego en el análisis de los comicios porteños– con defectos más espantosos atribuidos a sus adversarios. La oposición deshizo sus sociedades naturales –radicales con socialistas, peronistas de Eduardo Duhalde con peronistas de Alberto Rodríguez Saá– y a poco del escrutinio hizo gala una vez más de su tendencia a la autodestrucción. El sorprendente Hermes Binner dedicó un par de párrafos demoledores al radicalismo, a la postre escolta en la contienda, dando comienzo así a su campaña rumbo al 23 de octubre. Ahí se mostró pequeño. Busca desde ya indisimuladamente un segundo puesto que, escuálido, es igual a nada, en virtud de lo lejana que ha quedado la segunda vuelta. Ello sin contar, por lo demás, que con sus palabras, más dañinas que capitalizables, moja la oreja al socio en el distrito Santa Fe, su indispensable base de proyección. Binner, que en pocas semanas hizo de su falta de carisma una atractiva carta de presentación, no pudo huir de la mezquindad extendida.
Apenas algunos elementos específicos, propios, deja el proceso entrerriano, que en buena hora no confirmó las peores sospechas forjadas en la hipótesis, nada antojadiza, de que aparateadas pactadas previamente podían distorsionar desde el exterior las internas de los partidos. El gobernador Sergio Urribarri sale fortalecido sí por el caudal que recogió pero mucho más aún por el contexto, por el desempeño de la Presidenta, que clausura la discusión nacional y le sirve a él de inmejorable plataforma. Es verdad que el electorado argentino demostró que en alguna medida es capaz de diferenciar situaciones locales de nacionales (parcialmente, pues las victorias kirchneristas en distritos recientemente adversos se fundan, en comparación con los comicios previos, en moderados incrementos del porcentaje propio combinados con la dispersión rival). Pero lo nacional y lo local en Entre Ríos será en octubre una sola cosa. Qué factor predominará en el caso de eventuales cruces de preferencias desvela a los protagonistas que no compitieron el domingo, entre ellos el peronista federal Jorge Busti y el radical Atilio Benedetti. La teoría del bustismo es que un tercio del electorado le es propio, le es cautivo. La hipótesis es que esa supuesta fidelidad predominará, a la hora de la decisión del votante, sobre otras opciones, por ejemplo la simpatía hacia la Presidenta de la República. Lo territorial, confían, se impone sobre la disputa mayor. Son especulaciones de compleja comprobación. En cualquier caso, los actores que no compitieron este fin de semana en la contienda entrerriana saben hoy que sus posibilidades se han reducido sensiblemente no tanto por Urribarri en sí mismo sino por las evidentes ventajas que encierra su sociedad con la plebiscitada jefa de Estado.
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