Rosario, un libro necesario

Edición: 
1146
Anticipo del trabajo de los periodistas Germán de los Santos y Hernán Lascano

Los periodistas Germán de los Santos y Hernán Lascano indagan en decenas de historias para entender cómo se consolidaron los vínculos entre el crimen y el poder; cómo es que en la cárcel hoy vale todo; cómo fue que una de las ciudades más importantes del país se convirtió en un infierno, y cómo hace una sociedad entera para convivir a diario con el horror. Esto es Rosario, un libro urgente y necesario, una investigación única a cargo de los dos periodistas que mejor conocen el fenómeno del narcotráfico en esa zona. En esta nota, un anticipo del libro.

 

A Luis Medina le preocupaba el futuro inmediato. Había sido hábil en escalar desde la casa modesta en la que nació en barrio Belgrano, un enclave de clase trabajadora en el oeste rosarino, hasta coronar una posición de magnate. De modo furtivo y veloz, a los 40 años se había convertido en uno de los tres mayores emprendedores del narcotráfico de Rosario. De robar camionetas del correo en la calle pasó sin escalas a liderar el mercado urbano del comercio de cocaína. El progreso material no le alcanzaba. Le interesaba el progreso simbólico también. Quería ser una figura pública respetada, como empresario legal. Y por eso movió cielo y tierra para poner una franquicia del boliche Esperanto.

 

Todo el mundo sabía que era un narco pero a través de testaferros y abogados consiguió las habilitaciones de la intendencia de Rosario, en manos del socialista Miguel Lifschitz en ese momento. Esperanto, la franquicia del boliche de Buenos Aires, era gigante. Era más lujoso que el de Capital Federal, en el vip había un cuadro de Tony Montana que había pintado el artista Gabriel Schiavina, un pintor reconocido a nivel internacional.

 

Medina inauguró el local ubicado en el centro de Rosario frente a una multitud. La Justicia nunca lo había rozado por sus negocios con la droga pero el Ministerio de Seguridad ese día sembró el boliche de efectivos de civil. Era el 24 de febrero de 2013. Medina se exhibió de etiqueta, estrechó manos como anfitrión y se sacó fotos con invitados especiales.

 

Pero tenía miedo. Había hecho negocios con colombianos y les debía plata. Sabía que las presentaciones públicas no evitan que las deudas en el campo criminal se ejecuten al contado. Y se lo decía a Claudio Torres, un narcotraficante cordobés, con el que tenía un vínculo comercial. “Estoy preocupado, sé que me quieren boletear, tal vez me equivoqué al meterme en Esperanto”. No estaba errado. Era como haber subido a una torre desde donde todos podían verlo. Y en la calle, no en las instituciones, sabían de qué modo había hecho su fortuna.

 

 “Me enteré que tenés un quilombo con colombianos”, le dijo Torres, a quien tampoco le quedaba larga vida por delante. Medina le contestó que los había convocado para pagarles en la casa del country de Pilar, en la provincia de Buenos Aires, donde se había refugiado, precisamente, porque intuía que en Rosario encontraría la muerte. Otra de sus percepciones era que Alvarado, a quien él decía haber iniciado en el asunto de las drogas, quería correrlo del mundo. Acertaba en ambas.

A pesar de los miedos y sus acechanzas, era más fuerte el afán de predominio y de fortuna. “Mañana o pasado me vuelvo a Rosario a terminar de trabajar. Me puse los guantes después de dos años. Arreglé con toda la gorra (la policía) hasta la ciudad de Santa Fe”, le dijo a Torres.

 

Un hombre que había trabajado para los dos fue el que mejor explicó la escabrosa ruta entre la asociación inicial de Medina y Alvarado y las desconfianzas arrebatadas que convencían a los dos de la necesidad de eliminar al otro. La conveniencia mantenía precariamente las actividades de los dos, pero el rencor era más fuerte. Y uno de los dos quedó fuera de juego con los métodos que la mafia usa para ordenar su economía.

 

El que explicó la prehistoria de esa desconfianza tenía poco que perder. En una celda donde cumplía prisión perpetua apuntó un resumen sobre la relación iniciática de Medina y Alvarado. Lo más común en toda la historia del vínculo fue su tensión constante.

 

Los dos se conocían de chicos. Desde el fin de la adolescencia en barrio Belgrano Medina se ocupaba de robos ligados a vehículos. Tenía varios compañeros para esos trabajos pero la planificación era de su novia, a la que apodaban La Gitana, y que moriría en Pérez, una ciudad limítrofe a Rosario, dos años después que él.

 

La entrada al campo de las drogas se dio hacia 2004 de la mano de su pareja de entonces, Daniela Ungaro, una mujer atractiva, procedente de una familia pesada de la zona sur y dedicada hasta ese entonces a los delitos duros del hampa clásico: piratería del asfalto, asalto de camiones de caudales, robos de mercadería en galpones. Pero a todos los viejos quehaceres los comenzó a relegar la cocaína.

 

Los Ungaro se adentraron en la novedad del microtráfico y Medina vio su ocasión. Su primer punto de venta fue en la avenida Avellaneda, frente al boliche Mogambo, un viejo depósito de dimensiones enormes que de viernes a sábado explotaba de público. Era un negocio de venta de bebidas y cigarrillos que también ofrecía drogas. Tener un despacho para el consumo de cocaína al lado de una discoteca popular lo hizo millonario.

Con la expansión empezaron los tropezones con la competencia. En especial con Alvarado, de su mismo barrio, el número uno de mis enemigos, como lo llamaba. Medina tenía un arreglo con las brigadas de Gendarmería, a las que daba información sobre los búnkeres de su contrincante, a la vez de ordenar a los suyos mandar a matar a los soldados de los puestos del rival, lo que implicaba el cierre provisorio de esos puntos de venta de droga.

 

Alvarado hacía exactamente lo mismo. Su convenio era con la policía provincial a la que le pasaba datos sobre los quioscos de Medina y bajaba órdenes de ejecución contra sus dealers. Era muy sagaz para conquistar zonas. Advertía qué grupos disputaban y al identificarlos fabricaba discordias: hacía circular amenazas contra uno y mandaba a echarles las culpas al otro. Cuando una de esas refriegas provocaba una muerte como efecto automático se cerraba el búnker. Con el hormiguero en pleno tumulto él entraba a la zona e instalaba el propio. Así se acercó Alvarado a los dominios de Medina.

Al escalar, esa confrontación resultó peligrosa para todos. Y explica gran parte de la raíz de violencia en Rosario. Con las muertes la policía recibía órdenes de intervenir, el negocio se alborotaba y en el furor desordenado de las balas cualquiera podía morir. Eso entendió José Arandia Chinen, el Negro José, un segunda línea que era dueño de búnkeres, y que tenía una relación cordial con uno y otro.

 

Fue él quien los juntó para calmar los ánimos y retomar racionalidad en un negocio que, decía, ofrecía lugar para todos. “Que dejen de matar gente, que discutan la posibilidad de repartirse las zonas, lo que sea”, le dijo el Negro José a un amigo, quien se ocupó de armar la cumbre.

 

El encuentro resultó un éxito. Alvarado y Medina se entendieron o, al menos, entendieron que dejar de anegar de sangre las calles tendría más rédito que continuar una pelea reiteradamente delatora. El hombre que hacía de enlace de ambos comentaría que se había acordado la distribución de zonas y que en los lugares donde algún bunker resultaba demasiado provechoso lo más lógico sería la propiedad a medias, facturando una semana cada uno.

 

El convenio incluyó otros puntos. Si se entraba en tratos comerciales con Los Monos la cocaína, por su extraordinaria rentabilidad, debía quedar fuera de cualquier transacción. A los Cantero se los podía abastecer únicamente de marihuana al por mayor.

Los dos narcos pactaron también mantener laboratorios comunes de fabricación de cocaína de máxima pureza y cocaína simple, barata. El encargado de la elaboración era un suboficial de policía, que vivía en la zona sur de Rosario. Controlaba un comercio de teléfonos celulares y cocinaba droga. También hacía negocios de venta de heladeras que sustraían empleados de la fábrica Gafa, que está ubicada en la zona.

 

Su proveedor de estos productos era un verdulero de la zona sur que había caído preso por robar en casas de mujeres mayores en el barrio Parque de Rosario, un enclave de residencias de dos plantas detrás del estadio de Newell’s. El policía se tuvo que guardar cuando el verdulero, de apellido Santoro, fue descubierto y asociado a la muerte en ocasión de robo de cuatro ancianas.

 

(Más información en la edición gráfica de la revista ANALISIS, edición 1146, del día 23 de noviembre de 2023)

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