Selección: ¿síndrome patriótico efímero?

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Reflexiones de cierre

Luis María Serroels

Lo bueno de entregar cada semana esta columna es que para ello nunca nos pusimos límite temático alguno, salvo cada vez que nuestra capacidad no resulta suficiente para acometerlo. Y hoy se nos ocurrió -como necesario correlato de un reciente comentario respecto de las manifestaciones nacionalistas generadas por el rodar de una pelota de fútbol allende el Atlántico- reflexionar sobre el final acontecido, el análisis que cada uno de los 38 millones de “técnicos” que tiene Argentina se debe estar haciendo, las sensaciones encontradas que han surgido en lo profundo de cada uno y las valiosas enseñanzas que debemos recoger.

Un periodista que generalmente aborda temas políticos y asuntos vinculados con la defensa del medio ambiente, hoy puede sorprender con el contenido que sigue, aunque en sus inicios haya incursionado en el periodismo deportivo. De todos modos y por respeto a los auténticos representantes de esta disciplina, no abordaremos asuntos para los que no estamos preparados. En consecuencia, contamos la indulgencia de nuestros lectores.

La fiebre hemorrágica futbolera que a todos nos comenzó a atacar apenas despedimos al plantel compatriota, fue alcanzando índices casi inéditos gracias a los resultados iniciales pero especialmente al nivel de calidad exhibido, que nos convirtió -más por vaticinios ajenos que excesos de autovaloración- en un apresurado candidato para obtener el título ecuménico.

Hoy, cerradas todas las expectativas -sin dudas muy legítimas- es bueno revisar conductas y hechos. En primer lugar, este equipo de técnicos, médicos, auxiliares y jugadores se fue armando desde la humildad y el espíritu de grupo, concientes de que actitudes volcadas hacia la arrogancia, proverbial en ciertos contingentes que en el exterior han sembrado de soberbia su camino, nos causaron un enorme daño.

Esa sencillez y la cordial consideración demostrada en Alemania ante la prensa internacional y los admiradores de cualquier pelaje, no ha sido un tema menor y no puede soslayarse al momento del balance.

Los primeros en rechazar tajantemente un anticipado encumbramiento -sin atreverse a vender el cuero antes de matar el oso- fueron los propios futbolistas, en un gesto de absoluto realismo, irreconciliable con los bolsones de triunfalismo que aún sobreviven en muchas personas a la hora del festejo.

Las lamentables actitudes de tantos vociferantes con patente de relatores y comentaristas, amén de ciertos movileros constituidos en un mal innecesario, jugados a la frivolidad y remando contra la corriente en todo cuanto significara asumir seriamente el cometido y respetar al oyente o televidente, dejan un saldo muy triste. Agraviante ha sido el autoritarismo con que se han pretendido imponer falsas verdades e ideas derrotistas, como si los millones de argentinos sentados frente al televisor estuviésemos observando otro partido o no tuviéramos una mínima capacidad de discernimiento al momento de opinar.

La tendencia a expresar cualquier disparate para luego afirmar lo contrario, en contraposición con anteriores conceptos cuando la realidad los descolocó, terminó desnudando las limitaciones y el envanecimiento de algunos famosos periodistas de la “tele” -no de todos, por suerte-, carentes de un adecuado pinet intelectual, mal hablados y enceguecidos tras el rating a cualquier costo. Quedó así, al descubierto, el grado de mediocridad reinante.

¡Y pensar que para estos desbordes se pagan cuantiosas sumas, dignas de más altos y nobles servicios!

El traslado en manada de algunos personajes que en nuestro propio suelo llenan de chabacanería sus propuestas, ensucian el lenguaje y no ríen con la gente sino que se ríen de ella, fue desafortunado.

Seudo humoristas de dudosa creatividad no trepidaron en considerar a personas de todos los confines de la Tierra en disminuidos mentales a la hora de tomarles el pelo e hicieron víctimas de cargadas groseras a aquellos que no comprendían el idioma.

Mientras tanto aquí, en suelo nacional, en medio de toda la movida cuya efervescencia no recuerda precedentes -y es bueno que haya sido así-, cuanta figurita de la farándula se lo proponía, enfundada en una casaca celeste y blanca y con los más ridículos adminículos posibles para atrapar la atención, no quiso perder espacio. Una destartalada vedette llegó a incursionar en el análisis de un partido, para terminar averiguando públicamente la identidad “del canoso ese, que no me gusta” (el canoso ese era José Pekerman). Claro que para mostrar estas idioteces se requiere que haya quienes les acerquen un micrófono o los enfrenten con una cámara.

(Más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)

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(De ANÁLISIS)
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Por Miguel Julio Rodríguez Villafañe (*)  
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