Luis María Serroels
Para estos días se ha anunciado un paro dispuesto por productores ganaderos de todo el país, a través de sus organizaciones confederadas, motivado por la recurrencia oficial en adoptar medidas que este sector considera altamente negativas, demandando correcciones que deben arrancar del diseño de un verdadero plan que desarrolle la actividad. Al margen de que el paro se suspenda o no, valen estas reflexiones.
¿Cuántas veces han debido salir los hombres del campo a hacer oír sus reclamos frente a la falta de soluciones a sus problemas? Tantas fueron las oportunidades en que se generaron demandas y críticas hacia la falta de una verdadera política de Estado, tantas también las respuestas agresivas y hasta agraviantes de quienes se han turnado en la conducción de las áreas relacionadas con la producción primaria.
Las réplicas que desde cada gobierno han descendido, generalmente caracterizadas por la descalificación, no contienen lo que realmente se exige, que son respuestas positivas. Y lo único que se advierte es que para los políticos existen sólo dos etapas: la preelectoral, que consiste en salir a captar votos con promesas, ensalzando al campesino, y la de someterse a una amnesia proverbial, signada por la falta de diálogo y el desconocimiento de lo que constituye la médula de la problemática.
Que quede claro. No existe ninguna corporación, sean cuales fueren sus características, propósitos, postulados y estructura organizativa que no persiga réditos positivos y favorables para su desenvolvimiento dentro de la sociedad. De lo contrario, no se justificaría su razón de ser. Tampoco puede asegurarse que no existan fallas o errores en tal o cual nivel dirigencial susceptibles de enmiendas y correcciones.
Pero a la hora de analizar objetivamente la situación del campo es menester preguntar por qué los poderes públicos no diseñan programas sostenibles que aprovechen nuestras formidables potencialidades a partir de una explotación racional que torne sustentables todos los recursos, promueva su progresiva reconversión y le dé al protagonismo de los hacedores el sitio apropiado, estructurando las adecuadas herramientas para integrarse, más aún, para permanecer dentro del circuito de la producción.
Es que no existe país poderoso sin sus fuerzas productivas fuertes y estimuladas por medidas de expansión que genere reglas de juego claras y utilidades razonables.
A menudo se ataca al que produce denunciando como un pecado de voracidad sus aspiraciones de obtener ganancias. Se deja de lado que el Estado –concebido como organizador, armonizador, articulador de políticas, conductor y garante jurídico- es quizás el más insaciable porque no pone límites a su obsesión recaudadora y se erige en socio en las ganancias pero no en las pérdidas. El depender de factores aleatorios como los avatares climáticos y estar a expensas de los vaivenes de los mercados no son factores que permitan vivir tranquilo a un criador. Vienen las malas y las buenas; unas instalan el desánimo y las otras la recuperación. Cada vez que desde el poder se confunde expansión y modernización tecnológica con afán desmedido de lucro, se omite que la ganancia inexorablemente debe destinar porciones para la reinversión y el crecimiento, afirmando el efecto multiplicador. Por supuesto que, como en todo, suele haber oportunistas inexpertos e inversores golondrinas empeñados en una rentabilidad exagerada en épocas de bonanza y prestos a emigrar de la actividad, que no es para cualquiera, cuando aflora la malaria.
(Más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)
