Porque tiene formación política, decepciona el simplismo de Carrió. Un resentimiento que le nubla la mirada la conduce a un terreno, el del ridículo, que no se compadece con su actuación pasada, la de los años noventa, cuando denunciaba el saqueo nacional ante la indiferencia de reconocidos progresistas que hoy se embanderan con las consignas oficiales y entonces capitalizaban su silencio. Carrió es, ya, un despilfarro. El caso de Macri es diferente. Probado en el terreno del fútbol y los negocios, la política es una actividad en la que podrá cosechar éxitos y fracasos pero en ningún caso le ampliará el acotado universo cultural que deja ver, flagrante, su reducido vocabulario. Macri, el empresario rico, es un pobrecito. Se entiende en él que, al momento de presentar su programa, o ensayar una defensa, señale con el dedo a su enemigo, cual chiquillo soplón, y denuncie: “Kichner es malo”. Lo banal de la acción se corresponde con su estatura de dirigente.
Parece una cuestión táctica. Evidentemente lo ideológico tiene un peso decisivo, pero ubicarse lo más lejos posible del sujeto demonizado, ser su contrafigura, suena a recomendación de asesor de imagen. Él está allá, yo estoy acá. Si él es malo, yo seré bueno. Si las encuestas le dan mal, a mí bien me posicionarán. Si él viene en picada, yo creceré. Quienes lo odian, me querrán a mí. Sus adversarios serán mis aliados. La operación es de una pobreza suprema y no sólo porque genera el efecto inverso entre quienes detestan a tan lúcidos estrategas: es muy probable que, ante rechazo tan tajante de dirigentes que lejos se hallan de concitar simpatías unánimes, decidan que no está del todo mal escoger como amigos a los enemigos de sus enemigos. Pero es más que eso. La polarización, que empobrece la realidad, que le birla tonos, es mucho más nociva cuando se establece conforme categorías tan primarias. Al igual que los espacios propagandísticos oficiales, pero al revés, la línea divisoria no se traza ya en términos políticos. Ya no se razona según criterios medianamente aceptados. Todo se reduce a un conflicto entre buenos y malos. Es asuntos de bondades y maldades. Es el imperio del maniqueísmo. Es maniqueísmo con una pincelada de insoportable sentido común. Lo único profundo es el pozo al que se ha precipitado el debate democrático.
La demonización del kirchnerismo, además, comporta un desconocimiento del proceso que lo encumbró. Es verdad que sus miserias complican la tarea de defender el gobierno, que ha manchado su tiempo histórico con corrupciones y sobreactuaciones. Pero el kirchnerismo, más por oportunismo que por cualquier otra cosa, desandó caminos recorridos por el neoliberalismo de Menem y De la Rúa. Aquellos procesos, sobre todo el del riojano por lo que significó en términos culturales, sí merecían una oposición cerrada, definitiva: es difícil detectar, en democracia, otro momento histórico tan nefasto. Pero la censura de aquel período, por una cuestión de mínima coherencia, supone por contraste la valoración de acciones emprendidas desde 2003, tanto en términos institucionales como económicos. La impugnación total acarrea una concesión a los grupos conservadores y eso constituye una contradicción con las banderas enarboladas durante la fase neoliberal. Si se impugna totalmente al kirchnerismo luego de haberse impugnado totalmente al menemismo, siendo que una cosa no es idéntica a la otra, sólo se puede concluir que lo que se impugna es cada acción gubernamental producida por una gestión de signo peronista. Tal actitud es agua bendita para los ejercicios retóricos del gobierno, por lo demás y a su pesar tan peronista como el de Menem.
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