Antonio Tardelli
El día que la jefa de Estado anticipó que Amado Boudou –yo te pongo y yo te saco, Concheto de Barrio Norte– sería su compañero de fórmula anunció también, ante una puerta que se abrió por efecto del viento, que “él”, Néstor, había ingresado al salón con el objeto de participar de la ceremonia. Su ocurrencia fue celebrada, consentida. Los aplaudidores, eficientes, aplaudieron. Únicamente faltó que alguien de la primera fila se pusiera de pie para hacerle lugar al recién llegado. Por actitudes análogas, más serias o más triviales, funcionarios, periodistas y opinadores conjeturan en público sobre la salud mental de Elisa Carrió. “No tiene todos los patitos en fila”, supo diagnosticar el ahora senador nacional Aníbal Fernández. En la Presidenta, el recurso a la superstición, a la superchería, es una nota simpática, mítica, militante. El “doble estándar”, como gusta decir la titular del Poder Ejecutivo, marca con claridad la diferencia entre ser poder y ser oposición.
La Presidenta, un formadísimo cuadro político, conoce de antemano las reacciones que generará con algunos de sus pasos. Sabía con antelación que recibiría críticas por el hecho de que fuese su hija Florencia, votada por nadie, representativa de nada, quien le colocara la banda presidencial. Al hacerlo, escogió una extravagancia histórica que registrarán los álbumes junto al lío que se armó Raúl Lastiri con la misma banda o el jugueteo de “él” con el bastón presidencial en la ceremonia de toma de posesión de 2003. La Presidenta elige modo y elige críticas. Es su modo de transgredir, insignificante para ella, revelador para cualquiera que advierta lo que está en juego con el peso simbólico de los atributos de la representación popular.
(Más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)