Antonio Tardelli
Hay momentos en los que se vuelve urgente preguntarse cuántas de las cosas que le suceden a una sociedad son producto inevitable de un tiempo histórico, o de un conjunto de condicionantes estructurales, y cuántas en cambio obedecen a la impronta personal de sus protagonistas.
Por aspectos institucionales y por tradición política se tiende a pensar en la Argentina que buena parte de las cosas que ocurren obedecen a la psicología de sus actores más relevantes.
Esa sensación se verifica hoy a partir de la combinación de dos factores: el exacerbado presidencialismo del sistema y la atracción por las luces que experimenta la jefa de Estado Cristina Kirchner.
Si el Estado se convierte en el centro de la política, si el gobierno lo es, y si todos los demás actores lucen subordinados o condicionados, el carácter protagónico de la Presidenta se potencia.
Con él, sus rasgos personales.
En ese plano, la Presidenta tiene al menos un par de problemas.
Primero: luce desubicada.
Segundo: está menos preocupada por gobernar que por dictar su autobiografía.
La Presidenta alterna personajes. Genera la sensación de desempeñar, alternativamente, roles diferentes.
Es un viaje por el tiempo.
De a ratos pretende que se la identifique con la adolescente que –mejor que las autóctonas calles mediterráneas de Córdoba– corre romántica y transgresora por los boulevares parisinos (donde abundan las buenas librerías y los sitios ideales para comprar carteras).
Cada tanto, como saldando alguna culpa, prefiere ser la reencarnación de la “juventud maravillosa”, la de la ética sacrificial, a la que por almanaque pudo conocer aunque más por relatos que por vivencia propia.
A veces –en rigor, es más una marca del kirchnerismo que una característica personal– trabaja con la agenda de los ochenta, pretendiendo que descubre la pólvora con la democratización de la sociedad y arriando cuadros desubicados con la pompa y la circunstancia que merecerían acciones más audaces.
Cualquiera de esas décadas, cree ella, le queda bien.
Hay sin embargo una década, probablemente la más gravitante en términos de su responsabilidad dirigencial, que ha sido prolijamente borrada de libreto/curriculum: es la década de los noventa, la menemista, la neoliberal (sobreviven sí, en esforzado recorte, algunos tardíos y convenientes berrinches con pretensión de disidencia).
La Presidenta transita el presente con los ropajes vistosos de tres momentos y ocultando los trapos sucios de su peronismo del ajuste estructural.
La Presidenta, en fin, luce desubicada en el tiempo.
Pero es más que eso (como quedó dicho): la jefa de Estado habla para la historia, para los registros, para los soportes que eternizarán su imagen. Hay una veta dramática, cada vez más marcada, en la Presidenta de la República.
Los archivistas del futuro, más aliviados en su trabajo que los de ayer y los de hoy, encontrarán en los ficheros del mañana, cuando husmeen por 2014, escasas referencias de la Presidenta a las razones de la inflación, pocas expresiones ligadas a la inseguridad y ninguna referencia a un vicepresidente que se queda con imprentas ajenas y se confunde toda vez que debe informar sobre su domicilio.
Se toparán, sí, con una jefa de Estado que ironiza sobre águilas imperiales y que sugiere que los Estados Unidos pretenden acabar con ella, líder antiimperialista.
La Presidenta habla a sus acólitos, levanta a sus aplaudidores, dicta a sus biógrafos.
Le gusta el rol. Pudo haber sido cualquier otro, como los principios de Groucho Marx. Pero es éste, que la envuelve en heroísmo e incluye un toque de glamour que paga bien.
Sin embargo, Estados Unidos no precisa ya de dictadores para que sus intereses estratégicos queden salvaguardados en la región. Si necesita petróleo, masacra a los iraquíes o envía a Chevron a firmar convenios con presidentes latinoamericanos.
Por eso, el segundo problema de la Presidenta está en directa relación con el primero: escribiendo su biografía, de ribetes inverosímiles (por una vez la Embajada de los Estados Unidos acierta en un adjetivo), luce radicalmente desubicada en el tiempo. Las luchas históricas podrán compararse pero son diferentes y demandarían, llegado el caso, otra clase de heroísmo.
No es el tiempo en que los poderosos del norte golpean con militares y se deshacen de presidentes mediante asonadas castrenses.
Mala noticia para la Presidenta: Cristina no es Salvador Allende.
Tal cosa es, al mismo tiempo, una gran noticia y una desgracia.
Es una gloria saber que la primera mandataria de la Argentina no acabará sus días, como el gran chileno, resistiendo en su despacho un golpe de Estado motorizado por intereses internos y externos. No ocurrirá.
Son otros tiempos.
Es ésa una gran noticia.
Es, a la vez, un hecho desgraciado. No abundan personajes como aquel. Desalienta advertir que la Presidenta, presa de su vanidad, está bien lejos, en claridad, intenciones y conducta, del mandatario trasandino derrocado en 1973. Sería lindo, pero no es así.
La información confunde. La publicidad ciega. El fanatismo pierde.
Hay así un montón de malentendidos.
Sin que nadie proteste demasiado, para el relato –un modo pretensioso de denominar a la propaganda– un infarto es exactamente lo mismo que caer en una emboscada militar enemiga.
Son –da vergüenza pensarlo, nomás– dos formas de dar la vida por el proyecto.
Así, todo.
En ese contexto, como el mitómano que se cree sus desvaríos, honestamente la Presidenta puede identificarse con Salvador Allende.
Por suerte, por desgracia, no es Salvador Allende.
No lo es.
Si alguien le avisa, tanto mejor.
(más información en la edición gráfica número 1011 de ANALISIS del jueves 9 de octubre de 2014)