Días trágicos y dolorosos

Edición: 
1141
Anticipo del libro del exministro Remes Lenicov

Jorge Remes Lenicov fue ministro de Eduardo Duhalde en enero de 2002, cuando el entonces senador fue designado presidente. Duró en el cargo hasta abril, cuando lo reemplazó Roberto Lavagna. En ese lapso, Remes generó las condiciones para el fin del régimen de paridad cambiaria que había durado desde 1991. Devaluó el peso y la cotización se situó en 1,40 pesos por dólar. 115 días para desarmar la bomba es su reciente libro, que recrea lo sucesos de hace dos décadas. ANALISIS pone a consideración de sus lectores los dos primeros capítulos del libro de Editorial Planeta.

 

Por Jorge Remes Lenicov

 

Aquella noche del 30 de diciembre de 2001 atendí el teléfono sin saber que aquel llamado cambiaría mi vida —y la del país—. La Argentina se consumía en las llamas de la peor crisis de la historia en democracia y la voz de Eduardo Duhalde pronunció una frase inolvidable: «Voy a ser presidente y quiero que seas mi ministro de Economía».

 

Quien ha dedicado su vida a la economía y a la política sabe que un desafío así en algún momento puede llegar. De hecho, ya llevábamos tres años trabajando junto a un equipo con un tema muy concreto: cómo enfrentar una crisis de la economía. Sabíamos que llegaría, pero no cuándo. A mí me tocó que fuera en uno de los peores escenarios posibles.

 

Recuerdo que después de escuchar la propuesta de Duhalde le respondí: «Sí, por supuesto». Entonces, antes de cortar, él me dijo: «Perfecto. Te espero en casa mañana temprano». Al día siguiente el cronómetro empezó a correr para definir la suerte económica y social de la Argentina para los próximos años. Sabíamos que teníamos no más de dos o tres meses para hacer que el caos se transformara en orden.

 

En junio se había realizado una reunión en el Banco Provincia, con Duhalde, Felipe Solá, Carlos Ruckauf y Eduardo Caamaño, entre otros. Se había congregado allí la plana mayor de las autoridades y el Partido Justicialista (PJ) bonaerense, y me invitaron porque yo era diputado y para la campaña de 2001 encabezaba la lista de candidatos en la provincia de Buenos Aires. Allí expliqué que la situación económica era insostenible tal como estaba y dije una frase que aún me recuerdan quienes la escucharon: «Pobre de aquel al que le toque hacerse cargo cuando estalle la convertibilidad». Ese «pobre» terminé siendo yo.

 

Cuando acepté la responsabilidad sabía lo que iba a tener que hacer, porque antes de la campaña presidencial de 1999 ya hablábamos de que era imperioso salir de la convertibilidad. Había espalda para eso. Duhalde lideraba el PJ bonaerense, y en particular la Tercera Sección, pero también tenía ascendiente en otras provincias y sectores del país.

 

Duhalde siempre confesó que de economía no sabía nada, así que me iba a dejar trabajar tranquilo. Lo conocía bien y él me conocía bien a mí. Es que entre esa llamada del 30 de diciembre a la noche y mi primer encuentro con el hombre que estaba del otro lado de la línea y me decía que iba a ser presidente habían pasado diez años, una década en la que mi relación con él se fue afianzando.

 

Resulta que en 1991 se terminaba el mandato de Antonio Cafiero en la gobernación de la provincia de Buenos Aires. Yo pensaba irme cuando él dejara su cargo, y por eso había empezado a buscar trabajo. Por esos días, en los que había tenido algunas conversaciones con miembros de la Unión Industrial Argentina (UIA), me llama Cafiero y me dice: «Jorgito, Duhalde lo quiere conocer». Cuando le pregunté por qué, me respondió: «Porque le quiere ofrecer que usted siga en el Ministerio de Economía, y a mí me parece perfecto, porque así hay una continuidad en la gestión económica».

 

El mismo domingo en que Duhalde gana las elecciones para gobernador, me llama por teléfono y me convoca para el día siguiente en su quinta de San Vicente. Llego al lugar y veo que está lleno de gente —porque obviamente estaban todos los intendentes y legisladores bonaerenses con sus asesores y demás— ansiosa por conversar con quien tomaría las riendas de la gobernación. En eso él me llama aparte.

 

Fue ahí, sentados en dos sillas de plástico debajo de un árbol de su quinta, donde tuvimos nuestra primera conversación. En un momento, apurado, me pide que lo disculpe, que se tiene que ir a «hablar con los muchachos». Entonces yo le pregunto con quién me tendría que comunicar de ahí en más, porque durante lo poco que hablamos él nunca me había ofrecido seguir en el Ministerio. Me miró y me dijo: «Pero, ¿qué te pasa a vos conmigo?». Le contesto:

 

«Nada. Qué me va a pasar si no te conozco». Ahí cambió la cara y expresó lo que antes había dado por hecho: «¡Quedate! ¡Yo quiero que vos te quedes!». Acepté, pero le aclaré que, en ese caso, tenía tres condiciones.

 

Al escuchar eso se volvió a sentar en la sillita de jardín, me pidió que yo también me sentara y escuchó mis condiciones, que no eran nada del otro mundo. La primera, el equipo: lo tenía formado desde hacía cuatro años. «No hay problema; eso lo decidís vos», me respondió. La segunda: le dejé en claro que yo trabajaba todo el día desde muy temprano hasta la noche, pero al mediodía iba a casa a comer y dormía media hora la siesta. «Está bien.»

 

En la única que repreguntó fue en la tercera condición que puse: le comuniqué que yo nunca iba a los actos políticos. «¿Cómo?» Se lo repetí con énfasis, y entonces quiso saber: «¿Y por qué?». Le comenté que, en primer lugar, me aburren y, enseguida, viendo que abría cada vez más los ojos, le expliqué que, además, un ministro de Economía no puede asistir a esos actos porque le piden plata de parado y eso es lo peor que hay. «Yo siempre la plata la discuto en mi despacho», rematé. Ahí pensó un segundo y dijo: «¡Ah! ¡Tenés razón! Bueno, está bien. No te voy a pedir eso».

 

Las tres cosas me las respetó a rajatabla. Mantuve a mi equipo, nunca hizo una reunión de gabinete de 13 a 15 y jamás me pidió que fuera a un acto político (en toda la gestión solo fui a uno, en 1995, en Olavarría, cuando lanzaba su campaña para la reelección en la provincia, y fui yo mismo el que consideré que debía ir por la envergadura de la ocasión).

 

Durante los seis años que ejercí como ministro de Economía de Duhalde tuve total independencia. Es más, podían pasar meses en los que no hablábamos. Me daba completa libertad y nos teníamos una mutua confianza. Por eso, cuando me llamó el 30 de diciembre de 2001 y me hizo la propuesta de hacerme cargo de aquel hierro caliente, lo tomé con absoluta naturalidad.

 

Al otro día fui a su departamento en Lomas de Zamora y estuve con él hasta la noche. A la mañana tuvimos una reunión con Alfonsín y Sourrouille, en la que me pide: «Jorge, ¿por qué no les explicás a Raúl y a Juan lo que pensás hacer?». Entonces les cuento que vamos a salir de la convertibilidad, que vamos a tomar precauciones para evitar una salida explosiva del corralito, que vamos devaluar, a comenzar con un tipo de cambio fijo al principio para tantear el mercado para ver qué reacción hay. Al terminar, Alfonsín le dice a Sourrouille: «Juan, ¿usted qué opina?». «Que me parece muy bien, presidente», le contestó (seguía llamándolo «presidente»).

 

Ahí los cuatro nos levantamos, nos dimos la mano y cerramos el pacto: la convertibilidad tenía las horas contadas.

Volví a casa aquel 31 de diciembre después de todo un día de reuniones; estaba toda mi familia ya prácticamente con las copas en alto para brindar para despedir el año que se terminaba y recibir el nuevo. Les conté la novedad a aquellos que todavía no la sabían y así terminamos 2001, sabiendo que los quince días de vacaciones en Villa Gesell ya no eran posibles y que tal vez esa pudiera ser la última vez que descansaría tranquilo antes de comenzar a «desactivar la bomba».

 

 

(Más información en la edición gráfica número 1141 del jueves 15 de junio de 2023)

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